El reto de no perder lo esencial entre cierres, clientes y metas.
Era sábado, pasadas las siete de la noche. En el salón de fiestas se respiraba emoción. Era la celebración de los quince años de Camila, una noche pensada para guardar en la memoria familiar. Su padre, Andrés, había estado inquieto desde temprano. Revisaba el celular cada pocos minutos, contestaba mensajes, respondía con notas de voz. Tenía un cierre importante pendiente y el cliente aún no confirmaba. Cuando comenzó a sonar Tiempo de vals, todos lo buscaron con la mirada. Era su momento de entrar, colocarle el zapato a su hija y bailar con ella el vals de su vida. Pero justo entonces, el teléfono vibró. Andrés salió al pasillo con el corazón acelerado, intentando cubrir con el cuerpo el sonido del salón. Laura, su esposa, le hizo señas desde lejos para que regresara. Él respondió con un gesto brusco, como diciendo «espera, es importante». Lo que no se dio cuenta es que, mientras aseguraba ese cierre, se abría una grieta en su hogar.
No era la primera vez. Desde que había entrado al mundo inmobiliario, Andrés había empezado a desaparecer. Ya no había domingos sin llamadas ni cenas sin interrupciones. Las conversaciones dejaron de girar en torno a la vida para centrarse únicamente en proyectos, clientes y negociaciones. La adrenalina de cerrar ventas y la necesidad constante de rendir más se habían convertido en un estilo de vida. Laura ya no esperaba planes seguros ni horarios predecibles; vivía en pausa, en un intento de adaptarse a esa rutina frenética que convertía cada momento en una posibilidad de interrupción.
Su historia no es única. En este sector cada día se evidencian más personas atrapadas en la urgencia, con el celular pegado a la mano, sacrificando horas de sueño, descanso y presencia. Es como si la velocidad del negocio se hubiera convertido en un medidor de valor, y la calma, en un lujo que pocos se permiten. Lo paradójico es que muchos justifican su agotamiento diciendo que lo hacen por su familia, sin notar que esa misma familia empieza a sentirse desplazada. En el intento de darles lo mejor, se les quita lo más importante: el tiempo, la escucha, la mirada atenta.
La salud también empieza a pasar factura. El estrés se normaliza, el cuerpo se resiente, el sueño se altera. La mente se llena de urgencias y la emoción se desconecta. El resultado es un desequilibrio profundo que termina desbordando los límites del trabajo y tocando todo lo demás. En un entorno donde la competencia es intensa y los números mandan, el verdadero éxito debería medirse también por la paz con la que se sostiene.
Si al leer esto sientes que de alguna manera te pareces a Andrés, todavía estás a tiempo. Siempre lo estamos. Tal vez necesites bajar el ritmo, mirar alrededor, reconectar con las personas que te aman, permitirte descansar sin culpa. Quizás puedas intentar recuperar esos rituales sencillos que dan sentido: una cena sin teléfono, una tarde libre, una conversación sin prisa.
Y si no sabes cómo hacerlo solo, puedes buscar acompañamiento profesional o terapéutico. A veces el trabajo se vuelve refugio de vacíos que no se quieren mirar, y solo cuando uno se atreve a detenerse descubre que el verdadero vacío no estaba en las ventas, sino en uno mismo.
Porque, al final, ninguna comisión, ningún proyecto, ningún reconocimiento vale más que la tranquilidad de saber que no perdiste lo esencial. Cuando se apague la luz y se cierre el telón, lo que quedará no serán los contratos firmados, sino las manos que te acompañen, las voces que aún te llamen por tu nombre y los vínculos que tuviste el valor de cuidar. Ese, sin duda, es el mayor de los éxitos.

