No hay ciudad sin memoria. No hay muerte donde alguien recuerda.
SANTO DOMINGO. – Es la una de la madrugada del 2 de noviembre. La ciudad huele a crisantemos y las velas chirrían en los rincones de las casas. Los adoquines de la calle El Conde, que guardan los pasos de siglos, exhuman un olor rancio, mezcla de orín seco, cerveza y helado.
Un viento cálido llega desde el mar con olor a salitre y trae consigo algo etéreo, incorpóreo, que sube desde el malecón por la calle Palo Hincado como si tuviera cuerpo. Es una sombra que la Muerte, en su noche especial, ve venir con curiosidad.
La parca se sorprende al ver que es don Pedro Mir. Ese que cantó la tierra y el pan, y quiere recorrer la piedra que una vez fue arteria viva. Y la Muerte, que lo sigue a prudente distancia, sabe que no viene a lamentar: viene a recordar.
Pedro Mir mira a la Puerta del Conde, cuna simbólica de la independencia, que parece saludarle en silencio, mientras los ojillos brillantes, aunque vacíos del poeta, relucen. No hay desfile ni banda de música, pero las piedras conservan el eco de la patria que un día proclamó su nombre.
El bardo inicia un paseo, rumbo al Parque Colón, como quien atraviesa un país entero, o cinco décadas, en una sola calle.
Mientras frota sus huesudas manos, Mir parece desconocer aquel camino que tantas veces recorrió. Y aunque muchas de ellas era en discusiones apasionadas con Marcio Veloz Maggiolo, sobre temas de historia, aquella lúgubre vía le resultaba irreconocible. Esa que fue nuestra “Quinta Avenida».

El Conde es la calle peatonal que narra la historia del nacimiento del país. (Fuente externa).
No vio los electrodomésticos en el escaparate de La Curacao ni los finos lienzos en la vitrina de López de Haro. Tampoco los cochecitos de bebé en Bebelandia y donde estaba Discomundo había silencio, no emanaba música de discos de vinilos en las voces de María Teresa Landín o Vicentico Valdez.
Atónito, Pedro Mir sonríe. Sabe que las ciudades también mueren y que lo hacen despacio. Se le enduza la boca al pensar en Helados Cremita o en los Nevada.
Siente que viene alguien más y mira hacia atrás, es Manuel del Cabral, elegante, con su paso de diplomático y poeta.
-Tú decías que la poesía es carne con alma- le recuerda Mir.
-Y tú, Pedro –replica Manuel-, que el país también sangra.
Se ríen ambos: el humor de la verdad compartida hasta la eternidad.
Ahora Pedro avanza junto a Manuel y toman rumbo al Parque Colón. A la altura de Calzados Rothen se encuentran con René del Risco Bermúdez que fuma y les sonríe como si les coqueteara.

Los comercios vivieron sus dias de gloria en la Calle El Conde. (Fuente externa).
-René –dice Mir-, aún resuena Ahora que vuelvo, Ton.
-Y aún duele, Pedro –responde-, como duele este país que nos hizo escribir para entenderlo.
Llovizna de repente y de modo persistente, ahora ya son tres en el camino que poco a poco se vuelve espejo que no devuelve sombras, pero refleja otros tiempos: los de zapatos impecables en Tarrazo, orgullo nacional de elegancia.
Los tres se detienen de golpe frente a donde estaba La Margarita, pues esperaban escuchar la estruendosa risa de Santa Claus mientras el duende “Dindín” le hacía cosquillas en los pies con una pluma.
Ensimismados estaban recordando esa imagen navideña cuando se les unió Aída Cartagena Portalatín y les saludó afectuosa: “La sed de los recuerdos tendrá lluvia de olvido.”
-¡Aída! –dice Pedro-, todavía hay versos que buscan su voz.
Ella le responde sin levantar la mirada del suelo:
-Y todavía hay patria que necesita poesía.

El Conde fue la primera calle comercial del Nuevo Mundo. (Fuente externa).
Ahora ya son cuatro y avanzan. La Muerte les sigue de cerca, escuchando atenta, aprendiendo. Y pensó en el poema de Emily Dickinson:“Because I Could Not Stop for Death,” que presenta a la Muerte como figura que llega cuando la vida ya no puede detenerse.
“Porque no pude detenerme ante la Muerte.
Ella amablemente se detuvo por mí.
El carruaje contenía sólo a nosotros.
Y la inmortalidad.”
La Muerte escucha cuando Mir murmura, casi para sí: -A mí me duele ver esta calle El Conde.
Y entiende que no es la muerte la que duele en sí misma, sino el abadono y la decadencia.
El paseo continúa. Donde estaba el restaurante Panamericano ellos sintieron el aroma de la buena comida y no encontraron el cartel luminoso del Roxy, ni el escaparate de la línea aérea Iberia con la promesa de llevarte a Madrid
“Esto si ha cambiado”, susurraron al unísono. Tampoco estaba El Palacio, tienda departamental con el escaparate más atractivo y que en los 50 sus dependientes llevaban guantes blancos; tampoco Flomar, elegante y perfumada, con sus telas y cosméticos que hablaban de progreso y exclusividad.
El grupo se descubrió echando de menos todo eso y a La Puerta del Sol, que mostraba vestidos, sombreros y radios portátiles: en su momento fue el lugar donde “ir de compras” significaba estar al día.
El grupo avanza despacio, como quien acaricia lo que ya no está y de frente se encuentran con Marcio Veloz Maggiolo. “Y yo que pensé en él hace rato”, se dijo Mir.
-Marcio, devuélvete, hablemos otra vez de historia –le dice Mir-. Tú desde la arqueología, yo desde la palabra. Veamos qué sale de aquí.
Marcio asiente, como si el tiempo nunca se hubiera retirado. Sonriente y gustoso se suma a la travesía, que pronto llega a la república en verso: La Cafetera.
Al final de la barra, Grey Coiscou y Juan José Ayuso hablan de literatura y periodismo: “Siéntense aquí” dijeron a coro.
Aída Cartagena Portalatín saca un cuaderno. “La ciudad es mujer”, les dice. “Y esta calle fue su cintura.” Pedro sonríe. Aída le habla de París, de la Poesía Sorprendida, de las tardes en Bellas Artes. Más adelante, René del Risco Bermúdez murmura: –Aquí escribí ‘Ahora que vuelvo, Ton’. Pedro le responde con un verso: “Hay un país en el mundo…” René asiente. “Y esta calle fue su espejo.”
La tertulia es densa y cálida. Se habla de historia, de exilio, de la Zona Colonial como archivo vivo. Jeannette Miller observa desde la distancia. No interrumpe. Testigo de generaciones, recuerda aquellas tardes de los años sesenta, cuando la literatura dominicana se reinventaba entre vitrinas y cafés. “Aquí se fundó una estética”, piensa. “Aquí se tejió una voz.”
La Muerte los recuerda a todos, sentados con sus tazas de café, sus libros ajados y envueltos en la niebla del humo de los cigarrillos, debatiendo si la poesía podía cambiar un país. La Muerte los observa y se inclina, porque sabe que en esa humareda se escribió parte de la historia.
-Grey, que siga el debate –le dice Mir-. Sin discusión, no hay país despierto.
Ella asiente, sabiendo que todos pertenecen al otro lado del tiempo.
El grupo toma café, fuma, discute y sale a tomar el fresco. “Hay que irse antes que se apaguen las velas y falta un trecho por recorrer” -dice el líder Mir.
Antes de llegar al Parque Colón, se detienen ante lo que fue la Farmacia Josefina, donde antaño estuvo la Ferretería Sureda. Dos eras distintas de un mismo pulso comercial.
Entonces aparecen los mellizos del Conde, impecables, saludando con la misma cortesía de hace medio siglo.
-Siempre juntos, ¿eh? –dice Mir.
-Hasta después de la vida, don Pedro –responden al unísono.
Y como en una película, inició un desfile de personajes: los distraídos de la realidad hablando con los pájaros. La arquitecta de lenguaje correctísimo que habla con los libros. El que hace retratos, a todo el mundo con la misma cara, la única que aprendió a hacer cuando estudió en Bellas Artes y su juicio se fugó con un atardecer.
Hablaban solos pero la ciudad los entendía. Ninguno fue invisible: El Conde los quiso como se quiere lo inevitable y lo propio.
-El mundo no cambió, maestro –le voceó uno a Mir-. Solo cambió la prisa.
En el camino no encuentran ni un limpiabotas que les ofrezca brillo y conversación. La Muerte les sigue de cerca, observando con respeto. Sabe que en el fondo hay calles que se resisten a morir y una de ellas es El Conde, aunque languidece, ya no hay vitrinas elegantes ni el glamour se pasea los domingos en familia. Ni los letreros enormes que empezaron la arrabalización visual en los años 80.
Llegaron frente al Hotel Conde Peñalba, con su terraza bautizada como Palacio de la Esquizofrenia y descubrieron que aunque ya hay poca poesía, el aire huele a poema, en medio de un jolgorio de turistas que descubren el Caribe y unos cuantos rezagados que se resisten a abandonar, como abandonó Abreu, el mejor camarero que tuvo el lugar.
Se quieren sentar, como en los viejos tiempos, a tomar café y un trago, pero era de madrugada, las velas estaban casi apagadas y los muertos debían volver, aunque querían entrar a la librería Pol Hermanos. Pero estaba cerrada, para siempre.
Miran hacia El Conde, que agonizante no se quiere despedir. La Muerte ve a Pedro Mir inclinar la cabeza, y entonces él pronuncia las palabras que una vez escribió ante otras muertes más hondas:
“Cuando supe que habían caído las tres hermanas Mirabal, me dije: la sociedad establecida ha muerto.”
(Pedro Mir, “Amén de Mariposas.”)
Y añade, con voz que sólo la Muerte escucha:
–Pero el país no. Y esta calle tampoco. Porque mientras alguien recuerde El Conde, mientras un viejo nombre se repita en voz baja, ninguna piedra estará del todo muerta.
La Muerte asiente. El poeta se aleja, solo, hacia el silencio, mientras los adoquines parecen decir a coro:
No hay ciudad sin memoria.
No hay muerte donde alguien recuerda.



