En esta industria —como en muchas— se aplaude más al que aguanta que al que decide soltar.
El que sigue empujando un proyecto aunque ya no tenga sentido. El que insiste en cerrar un negocio que no es viable, solo para no «perder» la inversión emocional. El que termina una obra sabiendo que está mal planteada desde el inicio… pero igual la entrega.
Porque detener algo se percibe como debilidad. Como falta de liderazgo. Como si «abandonar» fuera lo peor que se puede hacer.
Pero muchas veces, el acto más responsable que puede tener un líder es suspender. Evaluar. Replantear. O dejar ir.
He tenido que hacerlo. Proyectos con buena intención, pero sin condiciones. Clientes con grandes ideas, pero sin estructura. Equipos que empezaron bien y se desordenaron por completo.
Y no fue cómodo. Ni rápido. Ni popular. Pero fue lo correcto.
Harvard Business Review habla del «costo del exceso de compromiso»: líderes que siguen por inercia, por ego o por miedo a admitir que ya no es. Y ese costo es alto: tiempo perdido, talento quemado, dinero mal invertido y reputación en juego.
Suspender no es improvisar. Es una decisión tomada con frialdad estratégica y con respeto por el propósito original. Implica tener claro que el liderazgo no está en entregar a toda costa, sino en construir lo que sí tiene futuro.
Yo no celebro los proyectos que simplemente terminan. Celebro los que valieron la pena.
Y si uno no va, no va. Eso también es dirección.

