Por Yermys Peña
Hay proyectos arquitectónicos que enamoran. Renders impactantes, conceptos seductores, acabados que brillan en cada visualización. Y, sin embargo, al cerrar el ciclo financiero, dejan un sabor amargo: sobrecostos, márgenes apretados, retornos postergados. Porque aunque la belleza seduzca, la rentabilidad no depende de la estética. Depende de la estructura.
Este es un punto crítico —y muchas veces incómodo— para quienes desarrollan proyectos inmobiliarios en el Caribe y Latinoamérica. Se inicia con entusiasmo creativo, con un “gran concepto” que impresione, que “se venda solo”. Pero se pospone la conversación realmente determinante: ¿Cómo se sostiene este proyecto financieramente? ¿Cuál es el margen real, después de impuestos, gastos indirectos y gestión?
¿Qué pasa si los costos de materiales suben un 10%? ¿Y si el mercado se enfría durante la etapa de preventa?
Según un estudio de la consultora McKinsey & Company, el 80% de los proyectos de construcción superan el presupuesto inicial, y casi el mismo porcentaje no se entrega a tiempo. Y si los números ya eran apretados desde el Excel, ese margen desaparece.
Uno de los errores más frecuentes es avanzar en diseño sin haber fijado un techo de inversión realista, respaldado por una matriz de rentabilidad detallada por fase. Se subestiman los costos indirectos, se sobreestima la velocidad de ventas, se proyecta un ROI basado en escenarios ideales, sin contemplar variables reales: atrasos en permisos, inflación de materiales, renegociaciones bancarias, rotación de suplidores.
Y lo más delicado: se toma el diseño como una etapa “inspiracional”, desconectada de la ingeniería financiera que sostiene el negocio. Se diseñan fachadas que encarecen la estructura, espacios que no se rentabilizan por metro cuadrado, amenities que aumentan el costo operativo sin ser determinantes en la decisión de compra. La arquitectura, en estos casos, deja de ser un activo y se convierte en un pasivo silencioso.

Un ejemplo cercano: en 2023, una torre de lujo en el polígono central se rediseñó a mitad de construcción por no haber calculado correctamente el costo de ejecución de su fachada curva con doble piel ventilada. El diseño era icónico, pero agregaba más de US$1,200 por m² sobre el presupuesto estimado, lo que puso en jaque la viabilidad del proyecto. Finalmente, hubo que reconfigurar niveles y materiales, comprometiendo la imagen inicial y alargando la entrega más de ocho meses. ¿Resultado? Pérdida de preventas, conflictos legales y una rentabilidad final 37% menor a la proyectada.
La solución no es diseñar sin alma. La solución es diseñar con intención y estructura. Es saber que no todos los detalles generan valor percibido, que no todos los espacios se monetizan igual, que una buena distribución puede valer más que un revestimiento costoso. Es entender que la arquitectura debe ser una herramienta de retorno, no un riesgo estético.
Un proyecto rentable no es el que impresiona en la presentación, sino el que entrega más valor del que costó —en dinero, en tiempo, en energía del equipo. Y eso solo ocurre cuando el diseño, la estrategia comercial y la planificación financiera se sientan en la misma mesa, desde el día uno.
Sí, se puede diseñar belleza con rentabilidad. Pero no ocurre por accidente. Ocurre cuando hay método, liderazgo y visión integral. Porque el desarrollo inmobiliario no se trata de levantar metros cuadrados:
se trata de construir activos que generen valor.
La autora es arquitecta y empresaria de la construccion. Miembro del Forbes Business Council.