Hace unos meses recorrí un desarrollo recién entregado. Fachadas limpias, aceras anchas, jardinería impecable. Todo ordenado. Todo correcto. Todo muerto.
Eran las 11 de la mañana y no había señales de vida. Ni un solo negocio abierto, ningún café, ni una farmacia, ningún sonido. Solo viviendas alineadas como soldados en formación. Y en el aire, una sensación de pausa forzada, como si alguien hubiese presionado “stop” en una ciudad que nunca llegó a arrancar.
Esa experiencia se repite más de lo que nos gusta admitir. Barrios nuevos que prometen calidad de vida pero olvidan lo más básico: que la vida urbana no se planifica en silencio. No basta con diseñar espacios bonitos. Hay que diseñar relaciones, actividad, mezcla. Lo otro es escenografía.
Durante décadas nos han dicho que la ciudad debe ser ordenada, zonificada, limpia. Que hay que separar funciones para que todo funcione mejor. Que si distribuimos bien lo residencial, lo comercial, lo recreativo, el resultado será una ciudad eficiente. Pero lo que hemos producido muchas veces son cápsulas desconectadas, vacías durante el día, apagadas en la noche, sostenidas por la ilusión de que el orden basta para generar comunidad.
Nos cuesta admitirlo, pero gran parte del urbanismo actual está enfocado en controlar la ciudad, no en comprenderla. Nos obsesionamos con reducir su complejidad, como si el desorden fuera un defecto. Cuando en realidad, la complejidad es su valor.
Una ciudad no vive de su traza. Vive de su mezcla. Vive cuando en la misma cuadra puedes comprar pan, ver una exposición, llevar a tus hijos a la escuela y sentarte en una plaza que no se sienta decorado urbano, sino parte de tu rutina. Vive cuando los usos se cruzan, cuando los ritmos se superponen, cuando hay razones para quedarse.
Lo peligroso es que seguimos diseñando como si todo eso fuera ruido. Como si la espontaneidad y la diversidad fuesen amenazas a la “buena planificación”. Como si hacer ciudad significara limpiarla de todo lo que la hace real.
Y mientras tanto, nos siguen quedando barrios perfectos… sin alma. Proyectos exitosos en preventa que se desinflan al tercer año. Locales cerrados. Vecinos que se mudan buscando lo que el plano no supo prever.
El urbanismo no puede ser solo una operación técnica. Es también una responsabilidad emocional, social y política. Porque diseñar barrios sin mezcla, sin actividad, sin infraestructura de interacción, no es neutral. Es construir aislamiento con buena intención.
La ciudad no necesita más etiquetas de marketing. No necesita más renders con bicicletas que nunca se usan. Necesita ser provocada. Necesita que la tratemos como un ecosistema, no como un producto. Que la pensemos no solo como espacio físico, sino como red viva de relaciones humanas que hay que cuidar, activar y acompañar.
Lo que mantiene viva a una ciudad no son los metros cuadrados. Es la posibilidad de cruzarse. De descubrir. De encontrarse con lo inesperado.
Y eso no se logra simplificando. Se logra diseñando con inteligencia, con memoria y con el coraje de dejar que la vida real —esa que no cabe en los planos— tenga lugar.