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Un café, una ciudad, un siglo: un Aleph

SANTO DOMINGO, R. D. – Tin tin tin, tin tin tin… tintineaba la cucharita rebuscando el último granito de azúcar en el fondo de la humeante taza. Y se imponía por encima del jolgorio de voces, cuando se podían expresar las ideas en voz alta, haciendo coro con las tacitas de allá y las de más allá, como si se comunicaran por un hilo invisible que recorría la barra de madera adusta.

Así discurrían las horas durante los más de 90 años de La Cafetera de la calle El Conde, en el Santo Domingo colonial. Según la época, se habló más alto o más quedo, pero era el espacio de las ideas, del encuentro, del arte hecho palabra, trazo o canción. Donde se fumaba a conciencia y entre el trago de ron y el café, la mayoría prefería el último, negro y cálido.

Al estilo dominicano, expreso o medio pollo. Daba igual, siempre servido por una mano diligente y una sonrisa sincera, que incluía guiño en los tiempos oscuros, cuando el caliesaje se atrevía a violar el pórtico flanqueado por las sirenas, que desde lo alto parecían decir ¡shhhhhh!, y se cambiaba el tema.

Fundada entre 1930 y 1932 por el inmigrante español Benito Paliza Torre, esta casa convertida en café fue el epicentro cultural, político y humano de varias generaciones de dominicanos y extranjeros, que al echar el cierre en septiembre de 2024 extinguió para siempre una de las luces más cálidas del paisaje histórico capitalino, en especial de la Ciudad Colonial.

El aroma que perfumó la historia

Instalada en la calle El Conde, La Cafetera no era simplemente un negocio: era un símbolo. Su fachada adornada con tres balcones de hierro forjado de estilo art nouveau, añadidos en una reforma de 1944 por los arquitectos Auñón y Ortiz, la hacía reconocible desde cualquier punto del paseo, sobre todo por las sirenas que abrazan los balcones.

Adentro, el tiempo parecía detenido: estantes de madera, instrumental antiguo, carteles descoloridos y ese eco de pasos sobre mosaicos gastados que contaban más de lo que mostraban, todo envuelto en ese aroma hipnótico del café recién molido o recién colado, humeante y listo para disfrutar, casi siempre con un periódico o un libro por delante.

Una atmósfera de recogimiento y libertad, donde lo trivial y lo trascendental se servían al mismo tiempo, a veces con un derretido doble, un batido de frutas, un trago de ron o whisky o una cervecita para mitigar el calor.

La patria compartida

La Cafetera se transformó en refugio natural para los exiliados. Decenas de intelectuales, artistas y científicos españoles hallaron en Santo Domingo un puerto inesperado y generoso tras el final de la Guerra Civil Española y el inicio de la dictadura franquista en 1939, y muchos de ellos encontraron consuelo e intentaron recomponer sus vidas desde este espacio.

José Vela Zanetti, muralista; José Almoina, historiador; Eugenio Fernández Granel, filósofo; y Wifredo Lam, pintor cubano con vínculos al exilio, fueron solo algunos de los nombres que poblaron esas mesas cargadas de nostalgia, política y creación. Allí se hablaba de España, sí, pero también del futuro, del Caribe, de la resistencia y muy bajito de la libertad.

Una placa en su fachada los recuerda hasta hoy: «A los intelectuales y artistas españoles refugiados del año 1939 y a los dominicanos que los acogieron.»

El lugar de la bohemia

Durante las décadas de 1950 y 60, la cultura latió con una fuerza descomunal en La Cafetera. Las voces de poetas, pintores, críticos y cronistas se alzaban entre el vapor de las tazas. Nombres como Pedro Mir, Aída Cartagena Portalatín, René del Risco Bermúdez, Manuel del Cabral, Juan José Ayuso, Grey Coiscou, Rafael Añez Bergés, Marcio Veloz Maggiolo, Silvano Lora, Eligio Pichardo, y Jeannette Miller fueron presencias constantes.

La escritora Jeannette Miller lo recordaba así en una entrevista para Diario Libre: “Durante la semana… Marcio se iba con René probablemente a conversar sobre canciones y boleros. Esas tertulias eran lo más importante de La Cafetera. Era un lugar para pensar y para disentir.” 

También se dice que Pedro Peix, el legendario y subversivo periodista y escritor, autoproclamado “contradictor de paradigmas”, repartía allí sus textos censurados y discutía con quien se atreviera a llevarle la contraria.

Y durante generaciones desfilaron por su estrecho pasillo y se sentaron en sus bancas giratorias, durísimas por cierto, “Los consagrados de la cultura dominicana”, al decir del escritor Plinio Chahin. Poetas de la poesía sorprendida, Antonio Fernández Spencer; de la generación del 48, Víctor Villegas; Luis Alfredo Torres, de los independientes del 40; Manuel del Cabral, también representante de la poesía de posguerra.

También en los 80s allí se entreveraban los estilos, los lenguajes del arte y las ideas de poetas y pintores como Manuel García Cartagena, Plinio Chahín, Víctor Bidó, César Zapata, Hilario Olivo, Elvis Avilés, Ramón Medina. Lo mejor era cuando alguien traía el tema de la metapoesía o se hablaba de los poetas malditos. O los malditos poetas, que para algunos era lo mismo.

También los críticos de arte como Abil Peralta, Cándido Gerón y Danilo Lasosé “aportaban al debate con una mirada analítica, comprometida y efervescente en un contexto abierto, contradictorio y democrático”, Recuerda Plinio Chahin. Mucho más abierto a partir de 1979, después del desplazamiento del poder de Joaquín Balaguer.

“La cafetera fue el lugar donde los actores de la vida intelectual dominicana compartían, discutían y soñaban un país distinto desde la palabra, la música y el color”, dice Chahin, sobre todo de los 80s que vivió entre la puerta y la primera banqueta que se desocupaba.

La mesa de los colores

No se puede hablar de La Cafetera sin mencionar a los pintores que la convirtieron en su centro espiritual. Desde la posguerra hasta los años 70, figuras como José Cestero, Paul Giudicelli, Guillo Pérez, Silvano Lora, Gilberto Hernández Ortega, Eligio Pichardo, Ramón Oviedo o Candido Bidó, llegaban con los dedos y la ropa manchada a discutir entre sorbo y sorbo sobre teoría del color, modernismo, abstracción y política cultural.

El artista y activista cultural Silvano Lora llegó a decir en algún momento que “en La Cafetera uno aprendía más que en cualquier academia de arte”. Era su universidad alternativa, su foro libre, su refugio después de las galerías.

Algunos traían sus bocetos. Otros exhibían, improvisadamente, dibujos en servilletas o cuadros en proceso que luego colgaban simbólicamente “en la palabra hablada”. La Cafetera no solo fue visitada por artistas: ella fue en sí misma una obra de arte que palpitaba.

Indiferencia ante un símbolo

La Cafetera del Conde no era simplemente un local: era un corazón que latía con la ciudad. Espacios como ese, donde ciudadanos se encuentran a debatir, reflexionar y compartir ideas, son esenciales para una sociedad viva y pensante.

“Llegué de Puerto Plata a residir en Santo Domingo iniciando la década de 1980, viví en pensiones de la Zona Colonial y mi refugio para lecturas y tertulias con amigos fue La Cafetera. Disfrutaba su ambiente de intelectualidad, poesía, artes plásticas (con el eterno José Cestero siempre en el primer taburete de la barra), y política, todo ello envuelto siempre en el aroma y sabor del café que ofrecía don Franco. Lamento en grado sumo su cierre, que asumimos como un duro golpe a la cotidianidad cultural, artística, intelectual y política del país”, dice con nostalgia y frustración el periodista José Francisco Arias.

La Cafetera era un lugar de paso, asiento y café obligados y su desaparición representa una pérdida irreparable para el tejido cultural urbano. “Yo creía que el Ministerio de Cultura iba a hacer algo para que ese lugar no tuviera ese final tan triste y lamentable, pero parece que solamente dedicaron una tarja. La Cafetera, con su historia, sus voces y su memoria colectiva, merecía mucho más. Recuperarla no es un gesto simbólico: es una urgencia cultural”, dijo el pintor Juan Mayí, a quien ese cierre le duele y más que eso, le indigna.

Que el Ministerio de Cultura no actuara para preservar un sitio tan emblemático, revela para Mayí una preocupante indiferencia institucional, “Porque sin estos espacios, ¿dónde se van a reunir hoy quienes aún creen en el pensamiento, en el arte, en el diálogo? Que este llamado no se diluya en el olvido. Que se escuche. Porque la ciudad necesita, y merece, que la Cafetera del Conde vuelva a abrir sus puertas” dijo el galardonado artista.

Decadencia que se olía

A medida que el entorno colonial se fue vaciando de vida cultural, fenómeno del nuevo milenio, La Cafetera resistió como un islote de memoria. Sin embargo, los tiempos modernos, la migración de sus propietarios al extranjero y problemas fiscales con la DGII en 2013, anunciaban una despedida largamente postergada.

El 13 de septiembre de 2024, el local de la calle El Conde 253 cerró sus puertas de forma definitiva, tras 92 años de historia, silencios, secretos, amores y desamores. La noticia provocó consternación y hasta la entonces ministra de Cultura, Milagros Germán, dijo: “Este lugar era más que un café. Era un espacio vivo de la memoria colectiva dominicana. Perderlo es perder parte de lo que somos.” Y ahí quedó.

Resistencia, memoria y respeto

En un mundo donde el vértigo del presente devora la memoria, hay lugares que resisten. Viejos cafés, testigos de revoluciones, tertulias, cartas de amor y conspiraciones silenciosas, aún abren sus puertas como si el tiempo siguiera de largo. Son vestigios vivos, no ruinas, sino espacios donde la historia se sienta a tomar café con la contemporaneidad.

Mientras La Cafetera de la calle El Conde cerró sus puertas, silenciada por la desmemoria, en otras ciudades del mundo algunos cafés emblemáticos siguen latiendo, protegidos por una conciencia que reconoce su valor como patrimonio, no solo cultural, sino emocional y social.

En Madrid, el Café Gijón abrió en 1888, y el Café Comercial en 1887, siendo epicentros de la vida literaria y política del siglo XX. En París, el célebre Café de Flore, fundado en 1887, fue el hogar espiritual de Sartre, Simone de Beauvoir y tantos otros. En Buenos Aires, el aromático El Gato Negro, abierto en 1928, resiste sobre la mítica calle Corrientes. En Ciudad de México, el Café de Tacuba sirve café y memoria desde 1912.

Esos espacios siguen en pie porque alguien, una ciudad, un gobierno, una comunidad, un gesto de conciencia, decidió no echar el cierre al pasado y convertir esos lugares en destino turístico, de culto y hasta de peregrinación cultural.

Un paisaje humano

Cada café tiene sus parroquianos, y La Cafetera tenía los suyos: el sastre Roque Félix, que permanecía en la puerta como guardián no oficial; el actor Antonio Lockward, eterno conversador; grupos de poetas jóvenes que llegaban buscando a sus ídolos entre las banquetas.

Allí se celebraban los nacimientos de libros, las exposiciones de artistas plásticos, y las despedidas de quienes partían sin saber si volverían.

En 2022, el Ministerio de Cultura lo declaró oficialmente Espacio Cultural de las Letras, aunque ese reconocimiento llegó quizás demasiado tarde. Hoy el local permanece cerrado, su fachada aún de pie, y las banquetas más vacías que nunca, ocupadas por fantasmas de la memoria.

La historia de La Cafetera permanece viva en los que la vivieron, en los que escucharon hablar de ella y en los nostálgicos que la recuerdan. Quizás algún día alguien la reviva, quizás un visionario Ministerio de Turismo. O quizás, como ocurre con los buenos cafés, solo quede su aroma en el recuerdo.

En La Cafetera se servía historia, se bebía palabra. Se compartía exilio, amor, insomnio, ideas y hasta revoluciones. Decir que era un café es reducirla. Fue, como escribió Pedro Mir en otra parte, “la patria pequeña del alma”.

Y esa, aunque cierre, nunca muere. Es un Aleph.

Solangel Valdez
Solangel Valdez
Periodista, fotógrafa y relacionista. Aspirante a escritora, leedora, cocinadora y andariega.
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