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Memorias en las penumbras de la noche en el Autocinema Iris

En 1959 la capital llevaba el oprobioso nombre de “Ciudad Trujillo”. Las horas transcurrían lentas, el aire olía a salitre, la brisa traía siempre un aroma profundo a tierra mojada y los días se sucedían entre sustos y sobresaltos debido al gobierno dictatorial que casi agonizaba sin darse cuenta.

Los pocos habitantes de la urbe de entonces recibieron un regalo inesperado:  abrió un espacio de cine al aire libre, para disfrutar de las películas desde el carro, al más puro estilo del cine americano. Nacía el Autocinema Iris, en los terrenos donde en 1955 se levantó parte de la Feria de la Paz y la Confraternidad del Mundo Libre, con la que el tirano pretendía lavar su imagen sangrienta y que hoy se conoce como el Centro de los Héroes.

Las crónicas cuentan que los carros se alineaban por decenas frente a la enorme pantalla, mientras el sonido llegaba directo al auto. Muy pronto este modelo de diversión, que convirtió la proyección en una fiesta íntima y colectiva, ganó popularidad y sirvió de escenario para surgimiento de “amores serios para casarse”, rupturas y hasta para reuniones clandestinas de conspiradores.

Los que la vivieron cuentan que ir al Iris era más que una salida al cine, era todo un plan y las familias y grupos de amigos esperaban con ansias la puesta de sol. Dicen que las parejas recostaban los asientos “para estar más cómodos” y los más entusiastas llegaban temprano para asegurarse un buen lugar.

Al periodista José Arias, la pregunta le sorprendió: ¿Qué recuerdas del Autocinema Iris? Su respuesta fue nostálgica: “¡Diache!, sí, yo fui a ese cine. Vi “El Profe” de Cantinflas, creo que así se llamaba la película, entre otras. Iba a menudo, con el vecino y sus dos hijos. Se oía durísimo porque las vocinas estaban a ras de suelo”.

En la penumbra de aquellas noches se colaba el murmullo de los espectadores, la luz parpadeante del proyector, la voz que avisaba “apaguen las luces interiores de los carros” y ese momento en que el mundo se detenía por casi dos horas.

El teatro Agua y Luz era una referencia para llegar, pues la ubicación del autocine era diametralmente opuesta a este popular teatro.

Para 1976, el Iris apagó definitivamente su proyector. El avance de los multicines, con aire acondicionado y sonido envolvente, terminó de sellar su destino. Hoy solo quedan los recuerdos de quienes tienen buena memoria, pues en los terrenos que ocupaba, hoy opera una fábrica de bebidas que poco a poco adquirió todos los solares alrededor de la antigua “Feria” donde no había edificaciones oficiales.

El abogado Ramón Castillo recuerda: “Wao, qué recuerdos. Allí vi Los 7 Magníficos y le brindé a la novia de turno un sandwich derretido de queso buenísimo y refresco».

En la programación se alternaban estrenos internacionales y cintas populares de acción o suspenso, entre las que se cita en las crónicas: Odio que Mata, Arelis, Cartel de Asesinos, La Huella del Asesino, El Paramount.

El fotoperiodista César de la Cruz recuerda que el olor de las latas que calentaban el maní tostado, que vendían afuera, se colaba en todo el descampado. “Ese olor llegaba hasta allá adentro, ponía a uno loco y al salir buscábamos al manicero que llevaba una latica de salsa con una más chiquita abajo en la que estaba la candela para mantener los paqueticos calientes”.

Éxito que inspiró

Gracias a este modelo que fue tan popular y exitoso, otros empresarios se entusiasmaron y abrieron otros autocines en la ciudad. El primero fue Autocinema Naco, en 1962, en la Fantino Falco, con capacidad para 300 vehículos y tarifas tan modestas que permitían ir con todo el clan. Hoy, ese espacio es parte de Plaza Naco y de la zona comercial del sector.

Un gancho para atraer a la clase media, a familias, a novios en cita y a jóvenes en plan de tertulia. Para muchos era la primera salida nocturna “segura” y cómoda: se iba en carro, se conversaba, se miraba, se comía y, en algún momento, todos se callaban para escuchar la película.


En 1976 abrió Autocinema Jacqueline, en el kilómetro 11 de la avenida Independencia, dentro del parque Divertilandia. Cerró poco después y sus terrenos se convirtieron en área residencial.
En 2018, la nostalgia hizo un guiño y en los terrenos del antiguo aeropuerto de Herrera se montó un autocine temporal, con food trucks, sushi, hamburguesas y la misma idea de ver películas desde el carro. Duró poco, pero dejó claro que la magia del formato seguía viva en la memoria colectiva. Incluso en pandemia se llegó a pensar como entretenimiento colectivo seguro.


El autocine fue un sitio de pequeños rituales: el tip de “apagar las luces interiores”, el rezo para que no se empañara el vidrio, la pelea por el mejor lugar frente a la pantalla. Eso convierte al Iris en una cápsula del tiempo social: no solo proyectaba películas, proyectaba maneras de estar juntos.

Hoy, esas noches quedan en los álbumes familiares y en las crónicas urbanas como anécdotas de un mundo que por un rato, cabía entero en un carro.

Solangel Valdez
Solangel Valdez
Periodista, fotógrafa y relacionista. Aspirante a escritora, leedora, cocinadora y andariega.
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