La ciudad fue matando las serenatas. Primero las casas dejaron de tener galerías. Después vinieron los edificios, los hierros en las ventanas, los jardines y las puertas, y ya no podías cantar si la novia estaba en un tercer piso. Luego se estrecharon las aceras… y después se llenó todo de carros.
SANTO DOMINGO. – Una mesa larga con 16 sillas y una variedad de platillos dignos de una bacanal romana. Es el cumpleaños 75 de la abuela Nelly y en aquella casona de Alma Rosa, de las pocas que quedan, se come, ríe y disfruta como que no hay un mañana.
Ya son las dos de la tarde y aunque la familia lleva casi dos horas en la mesa, la conversación está animada y el calorazo que se adivina afuera hacen que nadie se anime a levantarse.
Nelly, la abuela, madre, vecina ilustre y memoria viva de un barrio que ha cambiado más de lo que ella admite, está lúcida y mientras se sirve un café sin azúcar hace gracias a la más pequeña de las nietas: Venus, que se la trajeron desde New York como regalo de cumpleaños. “La gringuita”, le dice.
En esos años, Alma Rosa era el Naco de la zona oriental, con sus casonas solariegas con muchas matas en el amplísimo patio y amplia galería. Como la de Juan y Nely, una de las pocas que queda y que hoy luce ahogada de edificios. Pero ellos se resisten a vender, aunque les permuten 6 apartamentos.
Los únicos que se animan a ir a la galería son los pequeños, de entre 10 y 4 años, que juegan ensimismados con aparatos electrónicos de musiquita que marea. Los adolescentes se quedaron con los padres y los abuelos, empezaron a llevar platos a la cocina para despejar y poner el bizcocho. De pronto Daniel, de 19 años, soltó una pregunta directo a la yugular del abuelo Juan:
-Abuelo… ¿y cómo ustedes se enamoraban sin Tinder?
La mesa estalló en carcajadas y don Juan se acomodó en la silla mientras se santiguaba, aunque con una sonrisa pícara. Miró al techo, miró a doña Nely y le sonrió coqueto, enamorado todavía:
-Ay, muchacho… nosotros nos enamorábamos con serenatas. Con guitarra en mano. Con voz temblorosa debajo de una ventana. Y con radio… porque también se dedicaban canciones en la radio, ¿tú sabías?
El muchacho abrió los ojos, intrigado. Y sin que nadie lo pidiera, Nely y Juan empezaron a abrir la puerta del tiempo.
-Antes la calle era una sala, mijo -dijo ella. En los años 60 y 70 Santo Domingo era una ciudad de apenas dos o tres plantas, más horizontal y tranquila. En esos tiempos las serenatas eran casi un ritual nocturno y las aceras eran verdaderas extensiones de la galería que a su vez era una ampliación de la sala de las casas, y los vecinos se conocían por nombre y por vida.
-Uno podía pararse en cualquier acera sin miedo a que un carro te pasara por el pie -dice el abuelo Juan–y si llegaba un grupo sigiloso, guitarras en manos, nadie se molestaba i se espantaba; al contrario, las vecinas se asomaban a mirar por las ventanas o entornaban las persianas para que nadie las viera husmeando. “¿A quien le toca hoy?”
-¡Y no digas que no cantabas! Una vez te atreviste con “Yo soy aquel” de Raphael, frente a mi casa. Mi mamá pensó que estabas borracho, dijo la abuela sonriente.
-¡Estaba borracho… de amor! -responde don Juan, entre risas.
Llegados a este punto, los muchachos soltaron los celulares y escuchaban con atención e incredulidad el relato de los abuelos. Aura, la hija mayor del matrimonio, les explicó que las serenatas eran públicas, sí, y al mismo tiempo profundamente íntimas.
-Eran una declaratoria de amor o una petición de perdón frente a todo el mundo y, aunque buscaba enamorar, también servía para llorar despechos. Porque en la vida el desamor también tiene su musiquita, si no, que le pregunten a Fidelina, la pobre. Desde el principio ese muchacho la hacía sufrir y después venía a cantarle. Comentó la abuela.
-Y no quieran ustedes saber la carrera que pegábamos cuando los papás de las chicas no estaban de acuerdo y nos caían atrás con palos y correas. Éramos Feliz Sánchez, dijo Juan, para agregar: Lo peor era cuando era la chica la que despreciaba al pretendiente: arrojaba agua u otros líquidos menos nobles por la ventana y ya ustedes se imaginan.
Los chicos se revolcaron en el piso, nunca habían escuchado historias similares.
Canciones que marcaron épocas
Los nietos preguntaron qué canciones se cantaban y Doña Nely, con su memoria afinada por la nostalgia, explicó que había “canciones obligatorias”, aquellas que todo serenatero debía tener en el repertorio, y que cambiaban según la década.
Y a continuación, el abuelo dio la lista con la misma solemnidad con que un historiador cita documentos:
-En los años 60 el bolero era dueño de la noche: “La gloria eres tú” de Los Panchos / Bola de Nieve, “Sabor a mí” de Álvaro Carrillo / Los Panchos. También como canciones de desamor estaba “Perfidia” de Los Panchos / Alberto Domínguez, “La Barca” de Los Tres Caballeros.
-Si tú no cantabas “Sabor a mí”, era mejor que no salieras -dijo el abuelo riéndose-. Esa era la carta de presentación. Uno se paraba frente a la casa de la muchacha, con dos amigos tocando guitarras y un corazón en la garganta. Yo le canté a tu abuela “Pena” de Bienvenido Brens. Esa canción la dejaba sin habla.
Nely lo miró sonriente y se puso tímida. “¡Ay túuuuu, mira como se pone ella!” vociferó Aura y todos estallaron en carcajadas y los abuelos comenzaron a mencionar nombres de artistas: Javier Solís, Vicente Fernández, Rolando La Serie, Fernando Valadés, Anibal de Peña, Rafael Colón, Marco Antonio Muñiz, María Luisa Landín, Elenita Santos, Libertad Lamarque, Leo Marini, Eduardo Brito.
Siguieron contando canciones y se fueron a los años 70, cuando la balada romántica representaba grandes voces y enaltecía los corazones rotos.
Había una ranchera de los 60 que era especial entre todas: “Serenata Huasteca”, de José Alfredo Jimenéz y el abuelo la recordó. Una joya de cancion de amor, como lo era “Te amaré toda la vida” de Javier Solís, “Lady Laura” de Roberto Carlos, “Guitarra, suena más bajo” de Nicola DiBari. “Eres Tú” de Mocedades. Citaron también canciones de desamor como “El Triste” de José José, “Un beso y una flor” de Nino Bravo, “Amigo de qué”, entre muchas otras.
-Cuando cantaban “El Triste” era que la cosa estaba fea -agregó doña Nely a mandibula batiente-. ¡Esa los desbarataba!. Casi siempre terminaban con hipíos.
En los años 80 -continúa el abuelo- la ciudad se acelera, empieza a elevarse, pero la serenata resiste. Para esa época había muchísimos merengues buenos como “La quiero a Morir” de Sergio Vargas o “No hay nadie más” de Ramón Orlando. Esas las escuché mucho por aquí.
Canciones de amor: “Madrigal” de Danny Rivera, “Bachata Rosa” de Juan Luis Guerra y 440 o “Me olvidé de vivir” de Julio Iglesias. Canciones de desamor: “Todo se derrumbó” de Emmanuel, “Él me mintió” de Amanda Miguel”, “Perdóname”, de Camilo Sexto y “Mientras llueve”, de José José.
-Ya para esa época la ciudad estaba cambiando y uno tenía que cantar más duro porque los carros no dejaban oír -dijo Juan y agregó que también había muchas más luces y normalmente los serenateros no se dejaban ver.
La serenata en la radio
Rosa, la segunda hija de don Juan y Nely agregó que en sus años de adolescente (los 80), no todo era calle, guitarra y madrugada. Existía otra forma de enamorar y llorar: las dedicatorias en la radio.
Les habló a los pequeños, mientras recordaba con los mayores, de los programas radiales como “Cien canciones y un millón de Recuerdos”, “Pídalo hoy y escúchelo mañana” o “Sábado viejo”, que se convirtieron en templos de confesiones vía las ondas hertzianas mientras la gente se encerraba más a medida que la ciudad se hacía más vertical y donde vivía una familia ahora vivían 8.
-Eso era como mandar un mensaje de voz, pero con poesía -rió la abuela- uno llamaba, el locutor preguntaba “¿Para quién es la complacencia?”, y ahí se decía el nombre de la enamorada… o del desgraciado que te había roto el corazón.
Estallaron en risas y entonces el abuelo recordó que las canciones que más dedicó en la radio, a Nely por supuesto, fueron: “Buenas noches mi amor” de Roberto Yanez, que según su amigo el psiquiatra Manuel Mota Castillo, locutor por esos años 60, le decía que las líneas telefónicas se reventaban pidiéndola y era con la que despedía su programa “Boleros inovidables”, a las 10:00 de la noche.
También eran populares “El Reloj” cantada por Lucho Gatica, “Pecado” de Roberto Yanés, y “Nuestro juramento”, de Julio Jaramillo, que era la favorita para las reconciliaciones.
-Yo llamaba a Radio Popular y pedía que pusieran “La nave del olvido” de José José para Nely, dijo el abuelo. A veces pedía que leyeran un poema en el aire y eso era otra forma de serenata, pero sin guitarra.
Los nietos escuchaban todo con los ojos muy abiertos, todavía sin creerlo mucho, como si les estuvieran leyendo un mito del amor a la dominicana.
Entonces el abuelo, miró hacia la calle, se topó con la reja y, comentó: “La ciudad fue matando las serenatas, poco a poco. Primero las casas dejaron de tener galerías. Después vinieron los edificios, los hierros en las ventanas, los jardines y las puertas, y ya no podías cantar si la novia estaba en un tercer piso. Luego se estrecharon las aceras… y después se llenó todo de carros. No se conocen los vecinos y ya era imposible ir a declararte, por suerte que ustedes tienen los aparatos.”
El ruido, la prisa, el miedo, las rejas, los portones eléctricos… todo fue influyendo en el apagón de las serenatas. Doña Nely suspiró: -La serenata necesita silencio, “misijos”. Intimidad. Y la ciudad ya no da eso.
Un final cantado bajito
Cuando terminó el almuerzo, uno de los nietos, el mismo que preguntó por Tinder, miró a la abuela y le dijo: ¿Y tú todavía te sabes alguna canción de esas, abuela?
Ella sonrió con ese brillo antiguo que aparece solo cuando el pasado bueno vuelve a tocar la puerta.
Se aclaró la voz y, sin guitarra pero con alma, cantó:
“Reloj, no marques las horas” y don Juan se le unió en coro: “Porque voy a enloqueceeeer”… y desde la cocina salió Aura para hacer el coro: “ella se irá para siempre, cuando amanezca otra veeeeez” y desde el balcón se sumó Rosa: “Reloooooj detén tu camiiiiino, porque mi vida se apaga”… y desde la habitación llegó corriendo Daniel para entonar: “Ella es la estrella que alumbra mi ser, yo sin su amor no soy nada”…
La melodía flotó sobre la mesa, sobre los platos, sobre los teléfonos apagados por primera vez en la tarde. Por un instante, un instante mínimo y perfecto, Santo Domingo volvió a tener aceras anchas, noches calladas y ventanas bajitas.
Y aunque los vecinos no los escucharon, por un instante, la casa fue de nuevo un Santo Domingo donde todavía caben las serenatas y aunque sea en MP3, el amor sigue buscando su canción.

