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La magia perdida de la Mella: luces, vitrinas y sueños de Reyes

Entre luces navideñas, pregones callejeros y vitrinas repletas de sueños, la avenida Mella fue durante más de 5 décadas, el escenario donde confluían la magia infantil y el latido comercial de Santo Domingo.

SANTO DOMINGO. – La avenida Mella fue, durante décadas, el corazón comercial de la ciudad, entre mercerías, ferreterías, cines y colmados, que latía en un río de pregones y cada diciembre se transformaba en un espectáculo de luces y guirnaldas, a la espera del desfile de los Reyes Magos, que salía desde el Cuerpo de Bomberos.

Una tarde, mi mamá me llevó casi a rastras a comprar la ropita a estrenar el día de Navidad, en Año Nuevo y en Reyes. Yo refunfuñaba porque quería quedarme jugando y además, no quería vestido y sabía que eso me comprarían. Tres, para ser exacta.

Corría 1973. Bajamos del carrito público, un Austin de techo blanco, en la esquina de la Duarte y al doblar la esquina lo primero que me impresionó fueron las filigranas forradas de brillantes guirnaldas de colores y repletas de bombillos que atravesaban de lado a lado la calle, colgadas de los postes. No entendí qué eran hasta más tarde.

Las edificaciones no tenían nada que ver con las casitas de mi barrio, luego supe que eran art déco, estilo utilizado en las dos primeras décadas del siglo XX. Otros edificios mostraban estilos ecléctico, moderno y republicano, con balcones de balaustradas metálicas o balaustres prefabricados, cornisas en los techos y antepechos decorados.

Como había aprendido a leer hacía tres años, me dediqué a matar el aburrimiento leyendo los carteles de los negocios, que eran muchos y variados, en esa vía que, desde mi altura, me parecía tan ancha como el mar y repleta de gente que iba sin prisa a ninguna parte, deteniéndose en cada escaparate.

No recuerdo exactamente el orden, pero sí los nombres: mercería La Siragusa (¿Qué será una mercería? Pensé); Almacenes Pica Pica, La Norma, Ferretería La Artística, La Fuentecita, Mueblería Regia y Mella, Almacenes Troya, Espejos Pajarito. Qué lindos nombres, me dije.

Laboratorio Huellemont (Eso no lo pude pronunciar), Farmacia Landestoy, Supercolmado Nacional (Ahora sé que es el precursor de Supermercados Nacional), Línea Mercedita, Colchonería La Reyna, Espejos San Ramón, la Ferretería Americana, la Corripio, cine Lido y cine Apolo.

Los letreros me parecían mágicos, cada uno de un color, forma y tamaño distinto, pero había algo en ellos que tenía un espíritu común. Como si cada negocio me hablara en voz baja. Mercado Modelo... esa escalinata me encantó y me costó leer el cartel, colocado en el borde más alto de la edificación, recostado contra el cielo, que a esa hora de la tarde, era gris.

El gentío no cesaba. Los pregones de los vendedores ambulantes se confundían y me confundían. Me quise zafar de la mano que atenazaba la mía cuando vi un puesto de venta e intercambio de paquitos. Rogué y me dejaron acercarme, había visto un tesoro, el número titulado: “Cuando Fantomas se volvió niño”, esa historieta que me fascinó por el misterio que envolvía al personaje. Gané, me lo compraron.

Las mesas de madera, tipo tarantín, parecían reproducirse como las maticas de tomate en los patios, con manzanas rojas y peras colgadas de un hilo, alternadas con ramilletes de uvas rojas y, sobre la mesa, pilitas de lerenes y pan de fruta. El aroma era hipnótico y empalagoso a la vez.

Encontramos también vendedores de juegos de cocina hechos de hojalata, anafitos y calderitos de hierro fundido en miniatura, muñecas flacas, que tapaban una cabeza calva con un mechón de pelo rubísimo que salía desde todo el borde de la frente y terminaba en una cola con un bello lazo en el cuello.

Había también yo-yos luminosos, tablas de ping pong y muchas pelotas: de las rayadas que se inflaban, de las rígidas que explotaban durísimo. Y no solo eran juguetes: la calle se encendía también con pólvora festiva. Fuegos artificiales: patas de gallina que quemaban las manos, torpedos que tirábamos a los pies, velas romanas que eran de diez y salían solo tres, y montantes que despertaban al barrio.

Los favoritos y más divertidos eran los buscapiés, que desbarataban grupos, y los volcanes que, cuando prendían, iluminaban la calle con su lava de estrellitas.

Los tarantines de los juguetes exhibían pistolas de “mito” y de agua, juegos de Jack, parchés chinos y ese ajedrez que aprendí a jugar a los 14 en el liceo, forzada por un campeonato interescolar en el que hice tablas y logré un trofeo sin nunca haber jugado en mi vida.

También estaban los vendedores de maní, con su latita de la que colgaba un brasero que mantenía caliente la mercancía, envuelta en paquetitos de “maní tuetao”, como gritaba el pregón infantil. Y los limpiabotas, ofreciendo limpiar hasta tenis con tal de llevar pan a su casa.

La avenida Mella era un río de voces, pregones y risas. Los comerciantes saludaban como si conocieran a todos. Avanzamos, entrando y saliendo de tiendas. De Calzados París salí feliz con mis “Jacqueline” de charol negro. Entramos a La Siragusa y allí me compraron medias con dos borlas a cada lado y cintas para amarrar los moños.

Faltaban los famosos vestidos y se estaba poniendo oscuro. Entramos en Pica Pica y allí mi mamá se enamoró de un vestido azulito de tela de cebolla y falda vaporosa de princesa. Me hizo probármelo y me dio una picazón tremenda. Casi me arrastro en el piso y ella creía que era porque no quería el vestido. Cuando miró mis brazos y cuello llenos de ronchas, se convenció.

Cruzamos a la farmacia Landestoy, donde me dieron un jarabe para la alergia, con la advertencia de que me daría sueño. En pocos minutos caminaba medio zombie y cayó la noche. Se encendieron los adornos que había visto temprano y se hizo la magia. Todavía hoy lo recuerdo como un sueño. Tantas lucesitas, algunas de colores.

Me quedé viendo, como hipnotizada, hasta donde alcanzaba mi vista, intentando alinear los arabescos luminosos y después de ahí solo recuerdo que desperté muy tarde, en mi cama y con todo el cuerpo embadurnado de Caladril.

No compramos mis vestidos, pero conocí la galería comercial más grande de los años 70 y me prometieron llevarme al desfile de los Reyes Magos el Día de Reyes, en esa misma calle, si me ponía vestido en Navidad.

No fui al desfile de Reyes porque no usé vestido. Así de testaruda era a los ocho años, y así aprendí que la avenida Mella no solo estaba hecha de luces y pregones, sino también de esa pequeña batalla que me marcó para siempre. Nunca fui al desfile, hasta los 16 años.

Ya no ponen los arabescos con luces en diciembre, los edificios lucen en ruinas y la mayoría de los comercios están cerrados. Y aunque todavía se hace el desfile de Reyes, la Mella no es ni sombra de lo que alguna vez fue, aunque en la memoria de quienes la vivimos, sigue brillando como las antiguas filigranas.

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Solangel Valdez
Solangel Valdez
Periodista, fotógrafa y relacionista. Aspirante a escritora, leedora, cocinadora y andariega.
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