El pasado jueves retomé mis funciones después de esa pausa necesaria de la que les hablé. Empecé preparando un entrenamiento para el equipo, algo que ahora forma parte de mi nuevo rol como coordinadora de Desarrollo Organizacional y Cultura en la constructora donde también presto servicios de relaciones públicas. En medio de la conversación con los fundadores, revisábamos los valores que definen a la empresa. Y sin dudarlo, los tres coincidimos en el que se ha convertido en nuestra bandera: la integridad. Hacer lo correcto, no lo políticamente correcto.
Y es justo de eso que quiero hablar hoy. Porque señalar lo incorrecto es fácil cuando sucede lejos de nuestra cancha. Indignarse desde la distancia es cómodo. Pero ¿qué pasa cuando la vida nos coloca frente a la oportunidad de tomar un atajo por un beneficio mayor y nadie nos está mirando?
¿Qué hacemos cuando no hay aplausos, ni testigos, ni consecuencias inmediatas más allá de nuestra propia conciencia? ¿Nos mantenemos en lo correcto o caemos en ese abrazo cómodo de lo incorrecto, eso que guiña el ojo y se justifica con un «total, nadie lo verá»?
Lo políticamente correcto suele disfrazarse de normalidad. Se apoya en frases como «todo el mundo lo hace» o «no es tan grave». Hablamos de «mentiras blancas» como si las mentiras tuvieran colores, de «licencias» que son, en el fondo, concesiones a la mediocridad. Pero siempre hay referentes —personas, empresas, culturas— que eligen hacer lo correcto incluso cuando cuesta.
El sector construcción es un escenario perfecto para explorar este dilema. Quienes estamos del lado de los planos, los renders, la supervisión, lo comercial o las ventas, lo sabemos bien: construir un proyecto con excelencia es casi una hazaña titánica. Entregar una obra a tiempo, con la calidad prometida y manteniendo un estándar alto en cada etapa es mucho más retador de lo que el cliente común percibe.
He conocido estos procesos de cerca desde diferentes ángulos. Y la verdad es clara: aunque queramos hacer las cosas bien, no siempre todo depende de nosotros. No somos quienes colocamos cada block, vaciamos el concreto, alineamos muros o verificamos centímetro a centímetro la instalación eléctrica. A veces, incluso con supervisión constante, se presentan situaciones donde los detalles no salen como deberían. Y ahí toca tragar en seco.
Pero es ahí donde empieza la integridad. En decidir no justificar los atajos ni abrazar la mediocridad como si fuera parte inevitable del proceso. Es recordarles a los colaboradores, desde que llegan, que las cosas se hacen bien o no se hacen.
Porque en la obra, la integridad se manifiesta en lo concreto: es el obrero que manipula con cuidado una pieza de material importado porque sabe que si rompe más de lo esperado no habrá stock para reposición. Es el plomero que decide no «resolver» una fuga con un ajuste improvisado porque eso comprometería toda la instalación. Es el electricista que evita dejar una caja mal nivelada para no afectar la estética final del inmueble. Es el pintor que no diluye la pintura más de la cuenta para «rendirla». Es el supervisor que no cede frente al famoso «eso queda así, jefe, eso no se ve».
Estos pequeños actos, acumulados, definen la cultura y la reputación de una empresa constructora.
Porque al final, la integridad no es una declaración de principios colgada en la pared de recepción. Es lo que hacemos cuando nadie nos mira. Es el material que no se daña porque alguien decidió tener cuidado. Es la fuga que se resuelve bien aunque tome más tiempo. Es ese estándar que no se negocia aunque el atajo esté ahí, guiñando el ojo.
En tiempos donde abundan los atajos, elegir la integridad no solo marca la diferencia: construye confianza, reputación y obras que pueden mirarnos de frente.

