Esta semana, una tormenta más nos volvió a obligar a detener el ritmo. En esta ocasión fue Melissa, una de esas manifestaciones de la naturaleza que llega sin pedir permiso, que trastoca agendas, que detiene la prisa, que nos recuerda que el control, muchas veces, es una ilusión.
Centenares de personas afectadas, familias desplazadas, labores suspendidas, reuniones canceladas… y en medio de todo eso, algo más grande y sutil: una pausa casi colectiva.
Digo «casi» porque muchos no pudieron detenerse. Supermercados, centros médicos, farmacias y otros tantos servicios esenciales tuvieron que continuar, demostrando que, aunque el país parezca en pausa, la vida nunca se detiene del todo.
En ocasiones, la vida tiene maneras providenciales de recordarnos que necesitamos parar. Cuando no lo hacemos por decisión propia, todo parece confabularse para hacerlo por nosotros. Y aunque a primera vista parezca un caos, me atrevería a decir que es un gesto divino que nos impulsa a cuidarnos.
Pocos sabemos detenernos. Nos cuesta aceptar que el cuerpo, la mente y el espíritu también necesitan espacio. Que hay etapas donde no avanzar también es avanzar. Que hay silencios que enseñan más que mil palabras.
Melissa, con su paso inevitable, nos recordó eso: que hay pausas que no pedimos, pero que llegan justo a tiempo. Que incluso trabajando desde casa o adaptándonos a lo remoto, muchos —sin decirlo— agradecimos bajar los decibeles.
Porque el cansancio colectivo no solo se nota en los hombros tensos o en las agendas saturadas; se siente en el alma, en la ausencia de presencia, en esa sensación de estar siempre corriendo detrás de algo.
Quizás esta semana fue una oportunidad para escuchar lo que el ruido de lo cotidiano apenas nos dejaba oír: lo que el cuerpo intenta avisarnos, lo que el corazón murmura, lo que las emociones susurran cuando por fin dejamos espacio para sentir.
Sé que para muchos no fue fácil. Es posible que la mente divagara en todo lo que no pudimos hacer. A mí también me pasó, hasta que me recordé algo esencial: aceptar no significa rendirse. Significa abrazar la realidad que no podemos cambiar y, desde ahí, encontrar calma.
Con el simple hecho de reconocer que hay momentos que no dependen de nosotros y que las cosas son como son, se abre una rendija de paz. Y es ahí donde la pausa deja de ser una interrupción y se convierte en un recordatorio.
Como coach integrativa, creo que detenernos no es perder el tiempo, sino recuperarlo. Por eso te dejo algunas preguntas para cerrar esta semana desde la conciencia y no desde la urgencia:
¿Qué te deja esta pausa?
¿En qué has meditado durante estos días?
¿Qué tan intencional has sido en aprovechar este espacio para escucharte?
¿Y qué tanto has estado distraído, pensando en todo lo que no hiciste, en lugar de sentir lo que la vida te invitó a mirar?
A veces, las tormentas no llegan a desordenar. Llegan a limpiar el alma.



