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La arquitectura vernácula en extinción: madera, celosías, La Nigüenta y Sangre de Cristo

El bohío, el tejamanil y las celosías constituyen un patrimonio constructivo que aún tiene lecciones de sostenibilidad y clima.

SANTO DOMINGO.-  Por carretera o atravesando barrios de la capital, sobre todo de norte a sur, aparece una casa como sacada de una postal antigua: de madera, en dos tonos vibrantes, con celosías, galería de bloques calados, casi siempre pintados de blanco, el cuadro de La Nigüenta que no acaba de sacarse bichitos y unas “Sangre de Cristo” que parecen sacar la lengua a las trinitarias y al transeúnte.

Es una visión que provoca una parada, cámara o celular en mano, para eternizar la imagen que es cada vez más escasa, en un país que dejó atrás la cálida construcción unifamiliar de la arquitectura vernácula, para sembrar el país de bloques de cemento.

El grafismo que forman las líneas de las tablas de madera horizontal contrasta con las del techo a dos aguas, de zinc o de cana, depende el contexto, pero indefectiblemente esas casitas de múltiples puertas, con galería o no, tienen un aura nostálgica que rezuma historia, calidez y disfrute familiar.

Esa galería donde se adivina  a la muchachada en noches de apagón haciendo cuentos de misterio o los primos recibiendo a los tíos que visitaban en domingo y, en diciembre, los “asaltos” navideños tomando té de gengibre con los vecinos, que se cuidaban mucho de no maltratar las sábilas del jardín, sembradas en latas de aceite. Y en la sala, la reproducción de La Gioconda mirando todo con su sonrisa socarrona.

Esas casitas, casi siempre acompañadas de un frondoso y florido flamboyán, son musa de pintores aficionados con alma costumbrista. Sus lienzos, de calidad a veces discutible, cuelgan en las paredes de muchos hogares como recurso decorativo y, sobre todo sin saberlo, como un gesto para vencer el olvido.

Un estilo para vivir bien en el trópico


Estas casas no son simplemente bonitas. Son la evolución del bohío taíno, con los toques europeos, diseñadas para combatir el calor y la humedad. Hecha de pino, tejamanil o palma, con techos altos que permiten la ventilación y de las que el arquitecto Esteban Prieto Vicioso dijo, en una charla en el Centro León: “Nuestra arquitectura vernácula es herencia aborigen, con transformaciones hechas por el europeo”.

En esa intervención sobre el “Origen y evolución de la arquitectura vernácula en RD”, se analizó cómo soluciones populares como el bohío, el tejamanil y las celosías constituyen un patrimonio constructivo que aún tiene lecciones de sostenibilidad y clima. Prieto, el referente más citado en estudios sobre la arquitectura vernácula dominicana, con una obra que abarca desde análisis tipológicos hasta la recuperación del Centro Histórico y la documentación del bohío sureño, también ha trabajado, junto a Virginia Flores Sasso y otros, en publicaciones como “El color en la arquitectura vernácula, República Dominicana”, donde se explora tanto el valor estético como cultural de estas casas.

Con los siglos, la tipología originaria fue transformándose por la llegada de colonos europeos, la adaptación de esclavos africanos y las influencias inglesas y francesas en la región caribeña; el resultado fue un conjunto de formas que hoy se reconoce como la arquitectura vernácula dominicana, un valor intangible en riesgo de extinción.

Más allá de su belleza que encandila, las casitas criollas son un reflejo palpable de la realidad social y económica de sus habitantes. La elección de materiales como la madera de palma o el tejamanil no solo responde a la tradición sino también a la accesibilidad al bajo costo.
El libro Arquitectura Popular Dominicana del Banco Popular, editado en 2009, autoría de Víctor Manuel Durán Núñez y Emilio José Brea García, cuenta con casi 400 páginas y reúne fotos, planos, tipologías y mapas que documentan cómo la gente construye, habita y colorea sus hogares. La obra fue el resultado de 15 años de investigación y una celebración de la identidad arquitectónica desde lo cotidiano

Sus autores señalan que estas viviendas son construidas en gran medida por los propios habitantes, una práctica que fortalece el tejido social y permite que las familias se apropien de su espacio vital:  “Crea los espacios para sus praxis cotidianas, alberga sus hábitos domésticos y refleja la sensibilidad cromática de sus creadores».

Pero este valor popular también conlleva una fragilidad: la precariedad económica hace que muchas veces estas casas sean vulnerables frente a fenómenos climáticos o la presión de la modernización.

Su poética


Estas casitas han inspirado a artistas y arquitectos por su sencillez y armonía con el entorno. En palabras de Virginia Flores-Sasso, autora en Arquitexto: “La arquitectura vernácula dominicana nos embruja y nos encanta… es resiliente y compleja, es la poesía tangible de un pueblo que se expresa en madera y luz«.


Esta poética se ve en la manera en que la luz juega a través de las celosías, en los colores vivos que alegran el paisaje y en la relación íntima entre la casa, el clima y quienes la habitan. Aunque en algunas conversaciones informales se les ha llamado “casitas de clavo”, aludiendo a la forma en que las tablas de madera se ensamblan, esta expresión no es oficial ni común en la arquitectura profesional. En la publicación especializada Arquitexto, dicen que lo correcto es llamarlas casas vernáculas de tablas de palma, o simplemente parte de la arquitectura vernácula dominicana, que engloba a las viviendas hechas con materiales naturales locales y técnicas tradicionales.

¿Dónde están y cómo sobreviven?


 Lamentablemente, no existe un inventario nacional completo que las documente, aunque archivos como el del Centro León o el Archivo General de la Nación conservan fotos y fichas de algunas. Estas viviendas se encuentran principalmente en zonas rurales y algunas sobreviven en barrios populosos de la capital, a fuerza de resistencia o por pura pobreza.


La modernización y la urbanización amenazan su existencia, pues muchas se reemplazan por construcciones de cemento, o bien adefesios hechos a mano o diseños modernos que no acaban de conectar con las emociones de los habitantes ni del transeúnte.


Por eso es importante recordar y valorar estas pequeñas joyas de madera y celosía, que aún respiran historia, color, plantas en flor y el alma dominicana.

Documentos y estudios consultados señalan que las variantes de la vivienda vernácula se encuentran especialmente en: zonas rurales del Sur y Suroeste (tipologías de bohío y caney adaptadas); en las áreas costeras y pueblos del Cibao y del norte con casas de madera y galerías (por la tradición caribeña/anglo-antillana), así como casas aisladas o conjuntos de barrio en zonas antiguas de diversas ciudades, aunque en los centros urbanos la presión inmobiliaria y la sustitución por mampostería han reducido su presencia.


José Enrique Delmonte, investigador y autor vinculado a rutas arquitectónicas y a inventarios urbanos, ha trabajado en la documentación del patrimonio arquitectónico de Santo Domingo y zonas como Gascue, aportando metodologías para inventariar y valorar entornos con tipologías tradicionales.
El Centro León, de Santiago, en su colección digital conserva fotografías de casas vernáculas tomadas por autores como Wifredo García Domenech, que registraron viviendas en provincias como Azua (pieza fechada 1978 en la colección).

La sustitución por construcción en hormigón, la falta de mantenimiento, la urbanización acelerada y la ausencia de políticas públicas específicas para proteger la arquitectura vernácula, hacen que muchas casitas queden en abandono o se transformen hasta perder sus rasgos originales.

Al mismo tiempo, la percepción de que “lo moderno es cemento” ha impulsado la sustitución estética y los materiales. Investigadores como Prieto insisten en la necesidad de reconocer ese patrimonio no solo por su valor histórico sino por sus respuestas climáticas y costo-efectivas.

Curiosidades y costumbres


La “Nigüenta”: Casi obligatoria en la galería, es el cuadro de la niña que se urga los pies, reproducido en miles de casas del país desde los años 70.
La Gioconda: Copia enmarcada de la Mona Lisa, generalmente sobre el televisor o en la pared principal de la sala.
Macetas recicladas: Latas de aceite, botellas plásticas cortadas o envases plásticos pintados a mano se transforman en maceteros para flores y hierbas.
Flores y plantas de frente: Trinitarias, crotos, cayenas, malabares, geranios, sábilas y orégano poleo adornan el acceso, refrescan el aire y perfuman la entrada.
Colores que hablan: Los tonos vivos no solo son estética; según la tradición popular, pintan de colores alegres “para que la casa esté contenta”. Así encontramos azul turquesa con blanco, verd con rojo, rojo con amarillo, siempre la alegría.
Celosías funcionales: No son solo decorativas; permiten ventilación cruzada y cierta privacidad sin aislar del todo a la calle.
Construcción comunitaria: Muchas de estas casas se levantaron con ayuda de vecinos y familiares, en jornadas de trabajo colectivo conocidas como “convites”.

Solangel Valdez
Solangel Valdez
Periodista, fotógrafa y relacionista. Aspirante a escritora, leedora, cocinadora y andariega.
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